De un tiempo a esta parte se ha favorecido el reconocimiento de la invisibilidad de ciertas situaciones ocultas, olvidadas o intencionadamente apartadas. De esta forma, entre la mediocridad que sostiene a la sociedad, surgen hierbajos dignos de ser contemplados. Sin embargo hay cuestiones de las que todavía no se habla. Una de ellas es el malestar provocado por el contacto de una etiqueta con el culo, o, si se prefiere, el efecto provocado cuando ésta sutilmente encuentra cobijo en la ranura surgida de la cercana confluencia de las nalgas. Imagino que cuanto mayor sea la calidad de la prenda portada, mayor será la etiqueta correspondiente, porque la calidad, y el precio, requieren de una buena explicación, aunque se meta por el culo.
Yendo al
contenido de estos textos, por simetría metafórica le toca el turno a Sharon
Melissa. La suya en su momento fue una historia coloreada en ámbar. Se podría decir que en aquel momento se
intentó describir un recorrido entre semáforos, en una vida repleta de paradas
bruscas y reducidos paseos entre avenidas. Sharon ya no acude a la cueva y si
se sabe de ella es por Clint, que mima en la distancia su proceso, en un
momento en el que quizá Sharon necesite distanciarse. Una duda que me
surge a propósito de lo aquí expuesto es
si Sharon ha sido consciente en alguna ocasión de la sutil rozadura que
provocan las etiquetas en el culo.
Ante la ausencia
de Sharon, la casualidad ha provocado el encuentro con otro de los protagonistas
de aquella metáfora: El Sr Rojo. Aproveché un paseo por La Castellana en busca de
oportunidades laborales para hacer una visita al afamado músico. Más acá de lo
musical, por otra parte, la principal, El Señor Rojo pasa por ser uno de los
grandes profesionales de la intervención social con los que me he cruzado. Las
circunstancias han hecho que nuestras trayectorias formativas y laborales se
hayan cruzado incesantemente como los hilos de una cuerda. Aunque en empresas
opuestas, todavía seguimos compartiendo dedicación en la intervención con
jóvenes. Con El Sr Rojo siempre surge la reflexión, de lo profesional y lo
humano. El anhelo del método siempre está presente, anteponiendo las opiniones
que generen un consenso. En esta ocasión, además, surgió otro debate: la
incorrecta utilización de las etiquetas para encapsular a los jóvenes con los
que trabajamos, u otras personas más cercanas. Estas etiquetas precisamente son
las que se meten en el culo, con efectos más perniciosos que una etiqueta por unas
nalgas.
En la actualidad,
entre los más populares etiquetajes se encuentra el de la TDAH. Es sintomática
la utilización del acrónimo para nombrar este trastorno, como si un producto de
consumo se tratase: CyA, DIA, FNAC, IBM o IKEA. El trastorno del déficit de
atención e hiperactividad es un asunto recurrente para una sociedad que protege
hasta el extremo a la infancia y exige una madurez sin tener en cuenta la
travesía alocada que supone la adolescencia. Aun así no hay que negar su
existencia, pero sí criticar su uso irregular, como el de las etiquetas
molestas en determinadas partes de nuestros cuerpos. El problema surge cuando
el que se cree experto aprovecha la etiqueta para diagnosticar y prever la
dificultad que supone trabajar con personas con el trastorno de turno. No se
bajan de su pedestal porque por eso se han subido, y además carecen de
herramientas, dicen, porque nadie les enseñó, sólo intuyen. Consecuentemente aíslan
el problema y, de paso, esos profesionales aprovechan para trabajar menos,
continuando, eso sí, con su vitola de experimentados profesionales. A estos precisamente después se
les ve abanderando causas perdidas y derechos necesarios pero aparentemente
inmerecidos. En definitiva, aunque deberían pasar por invisibles, estos profesionales son igualmente de incómodos que la etiqueta entre nalgas, o por el
culo.
En paralelo,
escucho a Humana; leo sus reflexiones. Me doy cuenta de que en realidad todo
depende de cómo observamos. Es posible emplear etiquetas, porque
inevitablemente las necesitamos, pero también hay alternativas, como valorar el
esfuerzo y la capacidad del que sufre, que quizá nunca eligió el sufrimiento
como opción de vida. Pura creatividad que diría Humana.
Una vez impresa
la metáfora, escucho un viento lejano que bien vale de germen para muchas otros
textos. En el fondo, una vez que comienzas a escribir no se puede parar.