miércoles, 20 de enero de 2016

LaOla

Cuenta la leyenda que un príncipe perdido en infinita riqueza únicamente deseaba sentir como el más pobre de su futuro reino. Quizá esa contradicción igualmente llene esta metáfora del mar que envidiamos los que vivimos colapsados de tierra, por lo menos le sucede a uno que escribe.

No hace mucho que un príncipe que aprende a ser mayor me preguntaba por Moby Dick, por un trabajo para el colegio. Como buen padre le expliqué la historia. Con matices profundos le dije que aquel al que llamaban Ahab en realidad no luchaba contra ningún enemigo. Su encarnizada batalla contra la ballena era producto de su orgullo. En otras metáforas ya expresé las bondades de no generar enemigos, y de haberlos, que siempre “hailos”, qué mejor que imaginarles inanimados, como el 70. Un Mobidick articulado.

Precisamente hoy mi lucha fue cruenta. Para un pistard como yo Arturo Soria sería adecuado sin tanto semáforo. En esas me deslizaría como un leopardo en la sábana. Aparte están los coches y el 70.

Detrás de mí, al acecho respira el autobús articulado. Encuentra un hueco y me adelanta para al instante parar en su marquesina correspondiente. Ni me inmuto. Elevo mi cuerpo para forzar la pedalada, indico que voy a adelantar por la izquierda y los coches que transitan por Arturo Soria no pitan. Sé que se han solidarizado conmigo y saben que el ciclista por una vez lleva razón. De aquí al final de la Ciudad Lineal, me cruzo varias veces con mi enemigo, pero a diferencia de Ahab renunció a lanzar el arpón que aniquile al autobús. Hoy quizá fue más fuerte el articulado, pero quién sabe qué sucederá próximamente.

Quizá estas imágenes marítimas vienen a propósito de cuestiones vividas durante esta media semana. Hablando con el guapo Moreno me quedé reflexionando sobre la gestión del tiempo, máxime en entornos laborales donde se pretende controlar la presencia sin reparar en el provecho de ese control. Al día siguiente mi querido nihilista judío balbuceaba cuando mantenía una conversación con Ed, el Jedi. El final  giraba sobre el mismo tema: el tiempo. De entre todas las cuestiones que intento trasmitir en las  metáforas, este concepto quizá marque el sino de éstas, al igual que el mismo genera dudas en mí por los efectos que provoca. ¿Y en el empleo? Entonces apareció la añoranza del agua.

Me contaba una amiga que disfrutó de un idílico amor con un marinero que medía las olas del mar. Me imagino que este trabajo no sería tan romántico como estar en una playa intuyendo el grosor, textura y fuerza del agua. Pero quizá sí valga para una metáfora posible.

Estoy sentado en la arena observando las olas. Un grupo de adolescentes corren con ansia hacia el mar. Van con tablas de surf recortadas, con su traje de neopreno – no como el del guapo Moreno -. Una cuerda les cuelga. Llegados al agua levantan más sus piernas para ser más efectivos, después se tumban y nadan. Una vez las olas se acercan, se colocan en posiciones variadas para afrontarlas. Alguien se queda a mi lado. Viste con neopreno, se ha sentado en la tabla y tiene una cuerda que surge de una pulsera que está en su muñeca. Yo no voy a meterme, me da miedo, me dice. Escucho. Todavía no ha llegado el momento. Me gustaría esperar y aprender más, seguro que será mejor para mí. Hasta ese momento no sabía quién me hablaba. Giro mi cabeza. Te conozco, le respondo. Te llamas Laura, ¿verdad?


Acompañé a Laura a una entrevista a pesar de que renegaba de acceder al mundo laboral. No le hablé de las olas, ni del mar, ni siquiera del tiempo. Con el frío que cala mis huesos es complicado pensar que alguien piense en bañarse. Ya después volví a la cueva pedaleando entre la Almudena. Las olas. Pienso en cómo era antes el mundo del trabajo, cómo se bañaba antes la gente. Cómo ha cambiado todo. El tiempo. Aguas tranquilas, baños refrescantes. Ahora hay más olas y mil artilugios para afrontarlas, sin embargo, ¿nadie ha pensado que el mar infunde respeto? Es posible que sea cuestión de tiempo.

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