Cuenta la leyenda
que un príncipe perdido en infinita riqueza únicamente deseaba sentir como el
más pobre de su futuro reino. Quizá esa contradicción igualmente llene esta
metáfora del mar que envidiamos los que vivimos colapsados de tierra, por lo
menos le sucede a uno que escribe.
No hace mucho que
un príncipe que aprende a ser mayor me preguntaba por Moby Dick, por un trabajo
para el colegio. Como buen padre le expliqué la historia. Con matices profundos
le dije que aquel al que llamaban Ahab en realidad no luchaba contra ningún
enemigo. Su encarnizada batalla contra la ballena era producto de su orgullo.
En otras metáforas ya expresé las bondades de no generar enemigos, y de
haberlos, que siempre “hailos”, qué mejor que imaginarles inanimados, como el
70. Un Mobidick articulado.
Precisamente hoy mi lucha fue cruenta. Para un pistard como yo Arturo Soria sería adecuado sin tanto semáforo. En esas me deslizaría
como un leopardo en la sábana. Aparte están los coches y el 70.
Detrás de mí, al
acecho respira el autobús articulado. Encuentra un hueco y me adelanta para al
instante parar en su marquesina correspondiente. Ni me inmuto. Elevo mi cuerpo
para forzar la pedalada, indico que voy a adelantar por la izquierda y los
coches que transitan por Arturo Soria no pitan. Sé que se han solidarizado conmigo
y saben que el ciclista por una vez lleva razón. De aquí al final de la Ciudad
Lineal, me cruzo varias veces con mi enemigo, pero a diferencia de Ahab
renunció a lanzar el arpón que aniquile al autobús. Hoy quizá fue más fuerte el
articulado, pero quién sabe qué sucederá próximamente.
Quizá estas imágenes
marítimas vienen a propósito de cuestiones vividas durante esta media semana. Hablando
con el guapo Moreno me quedé reflexionando sobre la gestión del tiempo, máxime en entornos laborales donde se pretende controlar la presencia sin reparar
en el provecho de ese control. Al día siguiente mi querido nihilista judío
balbuceaba cuando mantenía una conversación con Ed, el Jedi. El final giraba sobre el mismo tema: el tiempo. De
entre todas las cuestiones que intento trasmitir en las metáforas, este concepto quizá marque el sino
de éstas, al igual que el mismo genera dudas en mí por los efectos que provoca.
¿Y en el empleo? Entonces apareció la añoranza del agua.
Me contaba una
amiga que disfrutó de un idílico amor con un marinero que medía las olas del
mar. Me imagino que este trabajo no sería tan romántico como estar en una playa
intuyendo el grosor, textura y fuerza del agua. Pero quizá sí valga para una
metáfora posible.
Estoy sentado en
la arena observando las olas. Un grupo de adolescentes corren con ansia hacia
el mar. Van con tablas de surf recortadas, con su traje de neopreno – no como
el del guapo Moreno -. Una cuerda les cuelga. Llegados al agua levantan más sus
piernas para ser más efectivos, después se tumban y nadan. Una vez las olas se
acercan, se colocan en posiciones variadas para afrontarlas. Alguien se queda a
mi lado. Viste con neopreno, se ha sentado en la tabla y tiene una cuerda que
surge de una pulsera que está en su muñeca. Yo no voy a meterme, me da miedo,
me dice. Escucho. Todavía no ha llegado el momento. Me gustaría esperar y
aprender más, seguro que será mejor para mí. Hasta ese momento no sabía quién
me hablaba. Giro mi cabeza. Te conozco, le respondo. Te llamas Laura, ¿verdad?
Acompañé a Laura
a una entrevista a pesar de que renegaba de acceder al mundo laboral. No le hablé
de las olas, ni del mar, ni siquiera del tiempo. Con el frío que cala mis
huesos es complicado pensar que alguien piense en bañarse. Ya después volví a
la cueva pedaleando entre la Almudena. Las olas. Pienso en cómo era antes el
mundo del trabajo, cómo se bañaba antes la gente. Cómo ha cambiado todo. El
tiempo. Aguas tranquilas, baños refrescantes. Ahora hay más olas y mil
artilugios para afrontarlas, sin embargo, ¿nadie ha pensado que el mar infunde
respeto? Es posible que sea cuestión de tiempo.
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